Capítulo 39 «La Caída»

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Tom nunca pensó que aquella noche iba a ser la más larga de su vida. Durmiendo sobre el frío concreto, la
esperanza de salir de allí era tan escasa como el espacio entre las rejas del portón que lo apartaban de su libertad. Miró hacia el lado, tratando de encontrar ánimo en los ojos de su hermano, pero este se encontraba igual o más asustado que el propio Tom, de modo que verlo sólo empeoró las cosas.




Se frotó los brazos con sus propias manos, comenzaba a entrar el invierno y una celda no era el lugar ideal para estar, más que el frío era la soledad lo que le daba escalofríos, y es que pensar que no tenía a nadie que lo fuese a sacar de allí no hacía más que bajarle más el ánimo. Continuaba clavando la mirada en el oficial que tenía las llaves de la celda a poco menos de un metro, tal vez si veía el rostro asustado de un chico de 16 años que acababa de cometer su primer fechoría, le ablandaría el corazón y lo dejaría ir. Pero pensar en ello era casi tan ridículo como afirmar que era la primera vez de Tom estando en una celda.


Esta vez era diferente, estaba consciente de que Simone no llegaría a pagar la fianza y a gritarles hasta llegar a casa, aún cuando debían tomar el bus y ventilaba a todas las personas allí sentadas, lo cansada que estaba de que no hicieran nada bueno para la sociedad. Y muy en el fondo, Tom quería pensar que así sería, y que por muy frustrada que se encontrase su madre, y aún después de haberles dicho que los mandaría a un reformatorio, terminaba haciéndoles una deliciosa taza de chocolate y abrazándolos, porque, a pesar de todo, los había extrañado.


Pero la única manera de que eso pasara era devolver el tiempo, hacer que Simone no hubiese tomado el autobús aquella tarde, y que aquel día, un año después de su muerte, estuviese allí para sacarlos de la cárcel.


— Oye, jovencito. — dijo una voz que sonaba más ronca que cualquier otra cosa. Tom se volteó. — ¿Tienes algo de dinero para mí?


— Yo…—metió las manos en sus bolsillos, el derecho estaba vacío, y el izquierdo tenía un gran agujero. — creo que no.


El hombre le echó una mirada desconfiada, seguro de que en realidad sí tenía, pero no quería darle. Se levantó y caminó hasta donde Tom, quién intimidado comenzó a caminar hacia atrás hasta chocar con la pared. Se agachó hasta que su rostro estuvo a la altura del chico, y con el aliento de su última comida, hacía seis horas atrás, le dijo:


— ¿Estás seguro?


— ¡Oye, aléjate del chico! — ordenó la voz del oficial, y con ella el chillido de las bisagras del portón. Tom se volteó, y escuchó la voz de Bill gritar con euforia:


— ¡Gordon!


— Son libres, pequeños traviesos. Pórtense bien si no quieren que su culo vuelva por estos rumbos.


Tom y Bill atravesaron el portón como si el piso de la celda estuviese en llamas. Gordon los esperaba afuera con el rostro entre la decepción y la emoción. Les había advertido que no los volvería a sacar de la cárcel como antes, pero a decir verdad, se había encariñado tanto con ellos, que dejarlos allí una noche más, era más difícil para él que para los mismos gemelos.


— Sabía que no podrías dejarnos allí más tiempo. — aseguró Bill, con una sonrisa que sería difícil de quitar.


— Si los he venido a recoger es porque espero que hayan aprendido la lección, ¿me equivoco?


— No más celdas para mí, eso es seguro.


— ¿Y qué hay de Tom? ¿Aprendiste la lección?


— Eso creo. — respondió el de rastas, y se encogió de hombros. La actitud de adolescente arrogante Gordon la conocía muy bien, de modo que no hizo más que ignorarlo y llevarlo a casa. Lo cierto era que Tom estaba más resentido por haberlo dejado en la cárcel, que aliviado por haberlo sacado a los dos días. Pero Gordon sabía que debía darles una lección, y que por muy suertudos que habían sido, algún día jugar con los delincuentes más experimentados que ellos, les saldría muy caro.















•••











Gordon nunca supo, hasta qué punto iba a ser tan condescendiente, hasta que los gemelos Kaulitz cayeron en la cárcel por tercera vez en el mes. Estaba más que furioso, y no podía creer que a sus diecisiete años, aún no hubiesen dejado esa vida. Estaba seguro de que ellos no sabían en lo que se estaban metiendo, arriesgándose a ellos mismo y a las personas que querían. No era la primera vez que a los chicos se les moría un amigo por ajustar cuentas, pero siempre se las arreglaban para vengarse de las personas que les hacían daño. ¿Cómo lo hacían? Gordon aún no tenía respuesta, y comenzaba a pensar que Bill y Tom eran sus hijos verdaderos y no sus hijastros. Lo cierto era que ese día le pondría fin a la vida mediocre de Tom y Bill, y les haría ver la realidad del asunto.


Cuando llegaron a casa, después de que durante todo el recorrido el silencio los envolviera junto con la vergüenza, los chicos se sentaron en el sofá. Gordon se mantuvo de pie frente a ellos, mirándoles sin decir nada. La realidad era que con aquella mirada furiosa y sus ojos llameantes, las palabras realmente sobraban.


— Lo sentimos. — dijeron al unísono, como único escape.


— He escuchado lo mismo una, y otra, y otra, y otra puta vez. A estas alturas un “lo siento” me vale una verdadera mierda.


— Nosotros solo…


— ¿Ustedes qué, Tom? ¿Van a dejar milagrosamente de andar en las calles buscando lo que no se les ha perdido?


— Sólo hacemos nuestro trabajo. — se defendió.


— ¿¡Y te atreves a asegurar que lo que haces es un trabajo!? — Gordon por poco perdió el control. Tuvo que respirar hondo para continuar. — No sabes en lo que te estás metiendo.


— Creo que ya llevo bastante tiempo en esto como para no saberlo.


— Desconoces la magnitud de las repercusiones de tus actos. ¿Ya olvidaste lo que Los Boissieu le hicieron a Bill? — Tom simplemente agachó la mirada. — Eso pensé.


— Gordon, realmente lo sentimos, fue solo que este tipo…


— No quiero escucharlo, Bill. — le interrumpió. — ¿Quieren ser delincuentes? Aprendan a serlo, lo que están siendo ahora no es más que pendencieros.


— Ah, ¿quieres que seamos delincuentes como tú? — increpó Tom, con cierta osadía. Gordon se paralizó momentáneamente. — ¿Crees que no lo sabíamos? ¿Cómo te atreves a juzgarnos por lo que somos cuando tú eres peor?


— ¡No me hables así! — vociferó. — Si yo soy lo que soy fue porque cometí un error en mi vida, y si los estoy alejando de esto es porque no quiero que sufran lo que yo sufrí. Pero bien, maldita sea, muy bien, si quieren ser delincuentes, van a serlo de verdad. ¿Eso es lo que quieren?


— Sí.


Bill miró a su hermano, asustado. Pero no quiso contradecirlo.


— Bien. — concluyó Gordon. — Pero de ahora en adelante, harán lo que yo les diga. Y escúchenme bien los dos, porque si se meten en esto, nunca más habrá vuelta atrás.


Tom se puso de pie y se posicionó frente a Gordon, con el rostro a escasos centímetros, y dijo pausadamente, cerciorándose de que Gordon escuchase perfectamente sus palabras:


—Lo haremos.






A partir de ese día el entrenamiento arduo comenzó. No hablaban de un entrenamiento solo físico, hablaban de un paquete completo. Se vieron obligados a retomar las clases del colegio, en especial física matemática. Todos los días debían levantarse temprano, entrenar dos horas por la mañana y una hora por la tarde, los gemelos, quienes eran delgados por naturaleza, comenzaron a ganar musculatura. La peor parte fue tener que comenzar a llevar clases de literatura, las cuales Tom odiaba, pero logró tomarle interés a ciertos libros.


Gordon más tarde los entrenó con las armas, y Bill resultó ser especialmente bueno. Pronto su padrastro los recompensaría con dinero por cada hazaña bien hecha, y más tarde, con ese mismo dinero, los chicos se compraron un auto, el cual era bastante útil. Cuando los hermanos Kaulitz cumplieron sus 25 años, enfrentaron el encargo más difícil que algún día pudieron haber aceptado: encontrar a Camille Novek.








•••




Tom nunca pensó que al aceptar lo que su padrastro le encargó, iba a encontrar a la única persona que alguna vez fue capaz de hacerle sentir como se sentía ahora. Tampoco imaginó que aquellos ojos, clavados en él con la confusión plasmada en su hechizante iris, iban a pertenecer no sólo a Camille Novek la asesina, sino a Camille Novek, la hija de Gordon.

No sabía ni cómo empezar a explicarle porqué el relicario de su madre, extraviado hacía más de 25 años, se encontraba ahora en su cama, con la misma fotografía que tuvo siempre: a Camille de niña. Y allí estaba la prueba más irrefutable, ya no habría otra excusa para decirle, sino era la verdad. Ella continuaba mirándole, no decía nada, y el silencio era probablemente lo que más le torturaba. Hubiese esperado que ella se lanzase sobre él pidiendo explicaciones, hubiese esperado que ella se enojase y saliese corriendo de allí, hubiese esperado cualquier cosa, menos verla allí, sin decir nada, pidiendo explicaciones con la voz pendiendo de un hilo.

— Por favor…— pidió ella. A Tom se le oprimió el pecho como nunca antes lo había hecho. — sólo…sólo dime que tú…

— Lo puedo explicar. — se apresuró a decir. — Te lo juro, sólo… sólo escúchame. Por favor.

Camille tragó con dificultad. El rostro crispado de confusión, la mano aún sostenía el relicario. Tom se acercó con pasos dificultosos.

— Cam, yo…

— Por favor. Sólo dímelo.

— No puedo hacerlo. — dijo él, en la garganta comenzó a formársele un nudo. — No ahora, no en este momento… no soy yo quién debe explicártelo.

Ella gimió, de dolor. Se llevó la mano al pecho, para asegurarse de que aún estaba latiendo su corazón. En aquel momento se sentía como flotando, como si todo aquello fuese una pesadilla. Deseaba despertar con todas sus fuerzas, pero aquello era más real que cualquier otra cosa que ella hubiese vivido. Sin embargo no quería pensar mal de él, no de…su Tom.

— Di algo, lo que sea. — musitó. — Dame una excusa que pueda creerte…

— Te juro que no te estoy mintiendo.

Ella se levantó de cama despacio, Tom dio otro paso acercándose a ella temeroso. Entonces Camille se llevó las manos a la cabeza, se tomó el cabello por los lados, y comenzó a negar suavemente al tiempo que sus ojos se cerraban.

— ¿Quién eres? — preguntó, sus manos ahora descansaban, mas sus ojos seguían cerrados.

— Oh, Cam…— Tom se mordió los labios, y suspiró. — Por favor… no…

— Sólo dime quién eres.

— Soy yo. — respondió él. — Siempre he sido yo…siempre voy a serlo. Sólo entiéndeme. Confía en mí.

— No me pidas eso. — dijo Camille. — Dime quién eres, por favor.

— Cam…

Tom se acercó y la tomó por los hombros, mientras ella permanecía inmóvil. Le miró directo a los ojos, al tiempo que la apoyaba en la pared y la acorralaba. Ella seguía con la misma mirada que lo estaba matando por dentro. No sabía qué hacer, se estaba deshaciendo de a pocos.

— Aléjate de mí. — pidió, pero no hizo fuerzas. La voz de Camille se había quebrado al decir eso. Tom bajó la cabeza aún sosteniéndola. La tomó con fuerza, porque sentía que la estaba perdiendo, y no quería hacerlo.

— Confía en mí.

— Por favor, sólo… aléjate.

A Tom se le cristalizaron los ojos. Los cerró con fuerza para evitar que las lágrimas salieran.

— Te lo diré. — la voz le salió ahogada, aún tenía la cabeza agachada. — Te lo diré, pero promete que vas a creerme.

Camille simplemente negó con la cabeza, y entonces forcejeó un poco para soltarse de Tom. El pelinegro la tomó más fuerte y finalmente subió la vista, entonces clavó su mirada en la de ella.

— Quiero que recuerdes porqué nos conocimos…

Camille mordió los labios y cerró los ojos.

— En Velvet, nos conocimos allí. — respondió.

— No, no dónde, sino porqué…

— Tú… tú estabas saboteando mi trabajo. — recordó.

— Camille…— Tom suspiró. — ¿Recuerdas cuanto me pediste el nombre de mi jefe?

— Oh por Dios…— Camille sintió que el frío le recorría la médula.

— ¿Cam? ¿Lo recuerdas?

—Sí, lo recuerdo…

— Su nombre es Gordon Trümper, mi padrastro. — En ese momento Camille sintió que miles de agujas se clavaban simultáneamente en su cabeza. Cerró los ojos tan pronto como pudo, mientras susurraba apenas audible “oh por Dios, oh por Dios”. No comprendía nada, lo único que sabía era que se sentía traicionada. — Mi padrastro ha estado buscándote los últimos 25 años de tu vida.

— No…— ella tragó con dificultad.

— Él no quiere hacerte daño, Camille.

— Estás mintiendo…

— Él es… tu padre.

Camille se llevó las manos al rostro y se cubrió. Sintió como si ella fuese una indefensa presa, y Tom era los colmillos de una hambrienta serpiente que le inyectaba veneno. Sintió la cabeza martillarle, y por más que intentó entender todo lo que Tom le había dicho, realmente no entendía nada. Y entonces un recuerdo se le vino a la cabeza, le iluminó cual vela a la oscuridad.

«Tío Gordon.»

Camille abrió los ojos rápidamente, esta vez en vez de confusión, sus ojos brillaron como un depredador felino esperando a atacar. Sus ojos grises se tonaron hacia Tom, frente a ella, tomándola por los hombros. La respiración se le aceleró, y mirándolo directamente a los ojos, masculló:

— ¿Qué demonios quieres de mí?

A Tom le sorprendió su reacción. Allí estaba de nuevo aquel instinto de cazadora, la peligrosidad rebosándole los ojos. Era casi como si pudiese leer sus pensamientos y saber que en aquel momento se olvidaría de todo lo que alguna vez sintió por él, y el rencor comenzaría a recorrerla.

Entonces Tom la soltó y dio un par de pasos alejándose.

— Mantente alejado de mí. — sentenció, con la voz irrefutable.

Y se marchó.









•••






El sonido incesante de las sirenas de policía se escuchaba como un lejano eco a los oídos de la ciudad. El departamento del Oficial Luke Lehmann no era más que un desagradable charco de sangre que se dejaba secar sobre las baldosas de cerámica color champagne. Pocos colegas habían aguantado ver la imagen de uno de sus compañeros de trabajo que, hasta hacía un par de horas, había terminado con sus labores de ese día y se había marchado a casa, y ahora simplemente se encontraba con un arma en mano y un grotesco disparo a la cabeza. La teniente Köhler sintió un escalofrío que la calaba muy profundo, le daba cierta intriga pensar en el porqué de la decisión de Luke. No era que fuese su mejor colega, o siquiera alguien que apenas conocía, pero aunque realmente le desagradaba su lengua suelta y sus chismes por toda la estación, no dejaba de sorprenderle verlo allí sin vida. Era una escena lamentable.

— Cierren el caso, esto claramente fue suicidio. — dijo, echándole un vistazo al lugar con la frente arrugada.

— ¿No dejará que hagamos una investigación más a fondo? — preguntó un novato. Aggynes trató de recordar su nombre.

— Tú. — le señaló. — No recuerdo tu nombre…

— Es Sam.

— Lo que sea, ¿realmente crees que hay algo más que discutir aquí?

— No hemos visto todos los factores, Teniente. — le objetó con cierto miedo, pero logró hacer su punto con la ayuda de los demás:

— El chico tiene razón, Aggynes. — le apoyó Robert, quién miraba muy cuidadosamente la escena. — Lehmann me comentó que estaba emocionado por un viaje que haría en una semana, no veo razón por la cual se haya podido quitar la vida.

— ¿Cómo sabes que no se refería a un viaje de “este” tipo? — cuestionó la castaña.

— Oh, por favor. Eso es absurdo. Sólo deja a los chicos que hagan su trabajo.

— ¿Y desde cuando tú eres el teniente aquí, Robert? — Preguntó con aires de superioridad. Robert la conocía de hacía tanto tiempo que solo se limitó a arquear una ceja. — Bien, bien. Hagan lo que se les dé la gana, no es mi tiempo el que se pierde.

— Te avisaremos si encontramos algo. — prometió el oficial.

— Oh, púdrete Robert. — le increpó su teniente, mientras salía de allí con el dedo del medio levantado.

Aggynes estaba preparada para montarse a la patrulla, cuando la voz de un oficial que estaba registrando el auto de Lehmann la llamó desde la escena.

— ¡Teniente! ¡Tiene que ver esto!

Aggynes bufó, y sin más alternativa se acercó al auto para ver por qué tanta insistencia.

— ¿Qué has encontrado, eh?

El oficial le extendió una factura de una farmacia, y procedió a explicarse:

— Tiene la fecha de hoy, teniente. Hace unas cuantas horas, compró su medicamento semanal. ¿Por qué habría de hacerlo si tenía planeado suicidarse? No tiene sentido.

Aggynes se quedó pensativa.

— Tienes razón. — Le concedió. — ¿Tienen algo más?

— No sé arriba, Teniente.

— Iré a ver. Guarda esto como evidencia. — Aggynes le extendió la factura y subió los escalones hasta llegar al departamento del difunto Luke. Cuando vio a Robert le llamó con un gesto:

— ¿Encontraron algo? — preguntó.

— Bueno, no hay nota suicida por ningún lado. Sé que no siempre dejan nota, pero, escucha esto bien: el arma está colocada en la mano derecha de Luke.

— ¿Y?

— Luke era zurdo.

— ¿Seguro? ¿Tal vez ambidiestro?

— Completamente inútil con su mano derecha, créeme.

— Oh, mierda. Lo asesinaron.

— Así es, Aggynes.

La castaña quedó consternada, pero sabía que debía tomar cartas en el asunto. Después de tomar una gran bocanada de aire, llamó la atención de todos los oficiales allí presentes:

— Escuchen todos. — dijo, y voltearon a verla. — En vista de las pruebas que tenemos, este caso se declara Homicidio. Quiero que registren hasta el rincón más escondido de este departamento, hablen con vecinos y asegúrense de que digan la verdad. Han matado a uno de los nuestros y esto no va a quedarse así. ¿Entendido?

— Entendido, teniente. — respondieron al unísono.

— Bien, ahora pongan sus traseros perezosos a trabajar, infórmenme de cualquier nueva evidencia.

Todos asintieron y volvieron a su trabajo, mientras Robert y Aggynes se apartaron a una esquina.

— Será mejor que llames al forense y le digas que se apresure. — opinó Robert.

Justo cuando Aggynes sacó su celular, uno de los oficiales llamó por su nombre a la teniente.

— Llámale tú. — le dijo a Robert. — Iré a encargarme de esto. — Roberto tomó el celular y esperó entre los tonos. Aggynes se apresuró a llegar al cuerpo de Lehmann.

— ¿Qué tienes para mí, Liam?

— Es Sam, Teniente. — le corrigió, y en vista de la mala cara que Aggynes le hizo, decidió no volver a corregirla. — Encontramos un cabello, aquí. Es probable que el asesino haya sido alguno de los delincuentes que Lehmann atrapó mientras laboraba.

— Déjame ver el cabello.

Sam gritó el nombre de otro de los oficiales allí, el que recolectaba la evidencia. Aggynes tomó la bolsa plástica en la que permanecía el cabello, y fue entonces cuando Sam descubrió, segundos más tarde que su Teniente, algo que cambiaba por completo su teoría.

— Es un cabello de mujer.

Aggynes inspeccionó por varios segundos más la prueba. Era un cabello largo, rojo y lacio. Sintió el frío recorrerla.

— Llamen a todos los familiares de Lehmann, quiero saber si ha tenido visitas femeninas en estos días. — Sam asintió y se levantó para cumplir con su trabajo.

Uno de los forenses entró por la puerta, y de inmediato Aggynes se apresuró hacia él, dándole el cabello dentro de la bolsa.

— Tienes suerte que eres el único forense de la estación, porque si no fuese así tu culo ya no trabajaría para mí. — Aggynes tenía una mirada que infundía miedo, y el forense solo acató a tragar con dificultad. — Quiero saber a quién pertenece ese cabello, ahora.

— Sí, señora.

Aggynes se acercó a Robert, con el rostro lleno de preocupación.

— Encontraremos al desgraciado, Agg. No te preocupes.

«Querrás decir que lo he encontrado.» dijo la castaña para sus adentros. «Maldición, Camille. Semejante problema en el que te has metido.»












Canción: Wer bin ich- LaFee

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1 Response to Capítulo 39 «La Caída»

6 de julio de 2011, 3:35 p. m.

:o Noooo, eso no es posible Cam no comete errores!!!! o.O
Auw y se me estrujó el alma con ella y Tom, que cosa, pobresitos, Cam toda MFT y Tom no sabiendo ni que decir, fue tan cruel u.u
Fijo la cara de Cam cuando Tom le dijo que Gordon era el papá o.O
Jajaja en fin genial como siempre, ya me hacía demaciada falta, espero con ansias el otro!
Pd: amé esa canción.